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25 de agosto de 1999

Juanito Maravillas.

Que no te falte Gloria, Maravillas

Las tertulias se envalentonan y se aceleran por pendientes sin retorno. Los relojes se vuelven locos sin atender al tiempo real y giran como las veletas en los vendavales. Otra copita. El corazón calla mientras la charla se va espesando, hasta que el cantaor, en pleno ejercicio de maestría, declara: mira cómo hacía esto el que mejor lo ha cantao. Es una pena hecha copla y más se trastornan los relojes. Las botellas de peleón se camuflan en el jolgorio y se va logrando un fino con los tercios y los remates de los cantes. Los profanos blasfeman. El que paga quiere alegrarse. Nadie sabe los motivos y si alguno los tuviera se emborracharía conmigo. Es el reino del humo de tabaco y el carraspeo de las salías. Que no falte gloria. Otra copa. La espuela, que nos vamos. Viene, como se va, el perfume de una mujer de tronío, mezcla de olores y de aromas, ensoñación de otras mujeres de época, de las de los tiempos valientes. Mira si estaba borracha que hasta el vino de la copa se le caía. Ante el deslucido y mezquino mobiliario del establecimiento van surgiendo los mejores cantes del repertorio. El Chato sí que cantaba bien aquello. Gómez Sodi, como un orondo prelado, aguarda a que su verbo chorree por los compases huidos del pentagrama. Lo recogí siendo un niño. Es una monomanía eso de rodearse de lo mejor del cante, del mundo, en una noche de copas, tan terca como un personaje diestro en manejar el caballo y un maestro en refrescar manzanilla. Delirios por pertinaces hastíos; ganas de huir, un ratito aunque sea, de un agobio acostumbrado. A todos nos han cantado en una noche de juerga... Vallejo sí que hacia bien la seguiriya; ¿cómo era aquella de San Agustín? La llave de oro del cante va, brillando con mayor o menor fortuna, por las cerraduras de las cárceles del pecho; ya ahítos de vino y de nostalgias. De un cantar canalla tengo el alma llena... De mano en mano: la llave, la copla, la copa, el naipe, la cartera, un décimo de lotería, el carné porsiacaso, la melancolía en octosílabos, un sentimiento en los tuétanos, unas medias de seda para la parienta. Cómo era aquello del Torre de un refajo y unas enaguas de percalina. Otra copita. Ahora un cante más liviano. Quien hizo versos con su pena huye hasta los sueños del hedonismo inalcanzable, es el lujo de una jarana de tres cochinos reales. Tenía yo estas libritas reservadas... Una ronda anónima que habrá que descotar; luego, a la hora de ajustar cuentas con el tabernero somnoliento. Como tú no tienes ni velo ni mantilla, tú no puedes ir. Es el que mejor lo ha cantado... y una legión interminable de mejores se apiña tras los laureles que se otorgan entre picadura y tapas de charcutería. Aquí que no falte gloria bendita. Quién puede igualar el cante de Tomás, ¿y el de la Niña? Pero aquella malagueña de don Antonio Chacón. Cántate un fandanguito. El cantaor, acostumbrado sólo a los que saben escuchar su cante, se indigna. Sospecha improperio, irreverencia de profano, intimidación de falsas cabalerías librescas del tres al cuarto, un insulto al supremo arte del fandango; y se revuelve en defensa del rey chico del cante de quien se siente vasallo. Que del nío la cogí... El gran fandango, el natural, le otorgó los dones de su preciosa gama. Es como un juguete que mata, como una luz que ciega, como un vino que ahoga, como esa alegría que hace llorar. Cualquier cosa: la vida. El fandango es grande en su sencilla apariencia. Así era lo de la Perla, escucha y calla... El fandanguillero, se ilumina por fuera y por dentro, todo lo explica cantando y los ojos son resquicios endiablados de pavesas y humareda. El corazón, que es otro reloj que se macera en el vino fresco de los viejos tonos, galopa hacia el vértigo de un ¡ay! Inventario de las maneras del cante, porfía de aquella copla. Cómo era aquel remate... El mejor de los toreros. La mejor bailaora. El mejor vino. En aquellos días, a ciertas horas, hasta la penuria era lo mejor para las cosas del arte y las del querer. Cómo tocaba Melchor, Juan... A mí me tocaba muy bien el Granaíno, Vicente. Lo mejor del mundo: una cabalgata por el mostrador lleno de cristales escurriendo el empañado desgaste. Te acuerdas de Caracol: venga, cristal nuevo para esta copita, que voy a convidar yo a estos señores. Eso lo dijo en el Gran Brí. Gloria bendita para todo el mundo. Que no falte aquí de ná; que me voy a entonar por una soleá que le escuché a Marchena un día con Valderrama. Destemplado de copas y amaneceres, los calendarios pregonan cartuchos y nitratos que no entienden de estos tonos a compás: cosas de hombres y mujeres delante de una copa de vino, o a la reja de mocitos y rosas de abril y de mayo. Ni relojes ni calendarios entendieron nunca al cante; por eso siguieron su torpe camino de destrucción y de olvido. Dónde está el Maravillas. Oye Juan, dice éste que Marchena era un cantaor de mermelada. Ése no sabe escuchar. Despliega el cantaor su espléndido retablo de fandangos y milongas, de colombianas y guajiras, de vidalas y habaneras. Maniguas y cortijadas en los barandales nocturnos. Era un jardín sonriente... Era arrogante y morena... Mira, que cómo cantaba aquello Vallejo... Todos los cantaores de un pretérito marchito, todos los niños y las niñas de esta España-Niña, cantaora hasta más no poder, y más bailaora que todos los trompos del firmamento. Cómo era aquello del Niño la Huerta. No, eso era del Carbonerillo, del Palanca, del Frejenal. Y Tomás el papelista y el Lebrijano y Curro Pabla, que era el hermano de...Yo que sé... Copas de vino y emboquillados ingleses en cajas rojas. Dame que líe uno de los tuyos. Van y vienen cantes añejos y de dudosa solera. Un día de estos te quitan el pase. Unos y otros escondiéndose de lo que se canta. El Pastor Poeta y Federico se apuntan a las últimas rondas, ya se puede hablar de tó y no pasa ná. Romance a Córdoba... En el Mercantil tomando una de Pastora. En el fondo de las copas se estremece un recuerdo sucio de besos y arena creyendo que era mozuela. Es el momento de ir pagando e irse. El momento, que no la hora. Me da usté candela, amigo: El Nene. ¿Te acuerdas de Manolo el Chófer? Y de Campoy. La madrugada exige el despeje con un cafelito y una copa de aguardiente. El café del mercado, a la luz de relucientes máquinas doradas, sabe de madrugones de currantes y del parrandeo de medio tapón. Órbitas que se alternan ante el altar de las tabernas, porque los relojes se volvieron locos el día que los hicieron redondos. Sólo es uno el café, porque el aguardiente corre como el pensamiento por los barrancos de la locura por todo lo perdido y lo nunca hallado. La juerga, que llegó hasta la madrugada, empitona de mañana a los pensamientos abotargados de horas, de vino y de tabaco. La cabeza va colmada de versos redondos como los escotes, de arrepentimientos y de quien-pudieras. En la playa de levante se despabila el tiempo callado que se va hora tras hora. Ya se van retirando los de la harka curdela. Esta noche al cantaor no le ha lucido el arte. Mejor con amigos que con esos que no dan ná a nadie; quitan. El plomo se va haciendo plata en la mar, con la parsimonia de un tiento, hasta llegar el numen de todas las gemas. Juan, ¿y ahora, qué nos vamos a tomar ahora? Juan traga saliva como si fuera machaco y, arañando a la primera estrella su trémulo brillo, mira como si acabara de entender el mundo. La primera estrella es la misma que la última... y tiene nombre de mujer. Como amaneciendo, que lo está, se hace una nueva luz coronada de frutas y monedas. Te voy a cantar un fandango que acabo de aprenderme. Es una toná, sin toque. Es tanta su maravilla que me ahoga. Escucha, que me parece que así no lo ha cantado nunca nadie.

Hoy ha amanecido por Poniente, Juan. Te dejo en tu playa linense; me voy al curro. Que no te falte Gloria bendita, Maravillas.