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20 de mayo de 1998

Bye, Frankie

Cuando desaparece una figura del cine, uno regresa a los espacios en que se entabló la amistad con el personaje, la asiduidad suele acabar en amistad. Volver a la sala es como una manía adquirida con el paso del tiempo, un ritual obligado ante los descalabros irracionales de la vida. Qué solos nos quedamos de estas ausencias.

En tan tristes momentos, y este es el caso del viejo Frankie, me refugio en los cines, imaginariamente, claro. Y es más lamentable cuando se advierte que ya ni los lugares del recuerdo quedan. Sólo con la imaginación se puede ir al entierro de tan buenos amigos. Penoso es comprobar que ya no existen los ámbitos en donde la complicidad se hizo tan viva como real es la ficción cinematográfica. El Imperial es un monumento al mutismo y a la declinación; los dos cines del Parque ya son pisos y una calle con vocación de vial. En cuanto al Cómico, mejor evitarnos el trance del comentario. Por igual motivo, nada diré que no sea nombrar al Cómico Jardín, Trimope o Trino Cruz, tan apetecido por las piquetas de los viales. Quedan sombras del recuerdo: San Bernardo, Levante, San Miguel, Miramar. Ante todas sus pantallas, hoy cegadas, hicimos amistad con lo mejor del mundo mientras nos ofrecían una realidad que vibraba allá lejos; un mundo que nos hacía sentir esperanzas y en su ilusión convivíamos. Algunos aprendimos algo, por poco que fuese; todos aspirábamos a una vida de película.

Es el triste hecho de la pérdida, aunque no del todo, de este monstruo sagrado del celuloide, del cantante americano digno de la antonomasia, La Voz, y de la excelencia de una larga vida de éxitos y buenos compañeros. Aunque no fuera de mis favoritos, justo es respetar los etéreos, circunstanciales, epitafios del momento. Incluso que se haya dicho, como un salmo, que fue mejor actor que cantante: vivir para oír. En este trance de decir adiós al viejo Sinatra, al compañero de aventuras, no puedo, ni quiero, evitar un cálido y fervoroso recuerdo por su Ava. No sé si sería correcto, en esta ficción con visos de realidad, decir su mejor viuda. Reconforta recordarla, pensar en aquella diosa carnal de la belleza más rotunda. La adorable y adorada Ava me obliga a acudir al lugar donde estuvo en vivo; allá donde sentó sus reales, por más que algunos piensen que eran irreales sus hermosos sentares y pómulos de embrujo. Era el efecto Ava Gardner, espectáculo garantizado. Permítaseme que, en este sentido recorrido de pésame, acuda a nuestra Plaza de Toros. En sus tendidos, si yo supiera en qué asientos, posó su encanto Ava y animó a las musas del toreo a ser más hermosas. El duelo aumenta al ver en el estado en que se encuentra el coso. Es para llorar sobre los restos de una actividad tan fenecida como los grandes que se van, dejándonos tan huérfanos de arte y de belleza como de espacios para cultivarlas. Descansemos todos en paz, por exigencias del guión de la maldita naturaleza en unos casos, y, en otros, por culpa de la barbarie articulada que nos hacina en pretendidas ciudades.

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