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30 de mayo de 1999

Juan Mesa Serrano, introductor del duende.


En el libro de Crescencio Torés Butron,
"Paisajes lineses"

A veces se hace palpable un alto en el tiempo, una parada que hace congelar la mejor época de toda una existencia. Juan aparece como herido por ese rayo de nostalgia y de aprendizaje a través de los recuerdos, enmarcados en un espacio delimitado por una geografía urbana que le es afecta. De haber sido escritor, Juan Mesa hubiera compuesto una alabanza de aldea como aquellos clásicos que entendieron del mundo y el auténtico espacio vital, como quienes distinguen el oro del oropel, sólo como quienes huelen a canela y a clavo. En su rincón, a Juan Mesa le gusta decir “este rincón andaluz”, ha ido elaborando una madeja de nostalgias y recuerdos que el mismo ha ido modelando. Dotado de una exquisita sensibilidad, tanta sensibilidad acaba hiriendo, ha ido coleccionando afectos propios y respuestas de los más importantes artistas que han pasado por nuestros escenarios locales; es decir, “todos”. Juan tiene alma de coleccionista, de antiguo colector de tesoros ideales, y ha ido atrapando gestos, palabras y miradas de los mejores. Es un afán por reproducir el objeto de la suprema admiración. Yo creo, me atrevo a decir, que Juan Mesa ha hecho, por las aulas de los camerinos del Cómico y del Parque, su propia escuela. Se puede ver la sonrisa de Emilio Villar - con capa, sombrero, florete de adorno y la gloria en su talante- franqueando el paso por los entresijos de las cajas del teatro; entre bambalinas, diablas y baúles de mimbre. Aquellos recipientes de todos los pertrechos para vestir de gala los sueños reprimidos en aquellos patios de butacas; de aquella época cañí, piropeadora y galante, de quejas a la reja y señorío a caballo. Tiempos de mucha mala leche y copa de fino, y el sombrero en la mano como persona de diplomacia; de aquella sensación de aseo semanal y lentejuelas, de muselina morena y las falsas blondas de los escenarios. Años cuarenta y cincuenta: “los mejores”. Hay, aún, castizos que lo afirman a verso y copla. Sólo los mejores perviven... eso siempre y menos mal.

No contento con la consecución de una firma, algunas analfabetas y geniales, sobre complicadas fotografías de estudio, Juan Mesa, acompañado de alguno de sus fieles en la lucha, persigue a sus admirados artistas por los cafés próximos. En el Hotel Iberia se hace tertulia y se toca el piano para adelantar acontecimientos o recordar tonadillas del empaque; Alberto Castilla, propietario del hotel, solo tiene oídos para su Isabelita Dorado, su gentil esposa. Hubo una felicidad hecha nube por los estanques de la abulia provinciana que se vestía de gala con los artistas que iban pasando. Entre funciones, a veces durante los entreactos, las figuras de postín que apostaron por el bolo de “provincias” se deslumbran con el despliegue de afectuosa admiración que Juan Mesa les va ofreciendo. Algunos calan el mensaje en lo más hondo de su sensibilidad y se crea un fluido que en Juan pervivirá por siempre. Sin duda este es un “rinconcito andaluz” de mucho saber escuchar...

Pero hay momentos en que no va a salir del teatro, no acudirá a la caza y captura del cantaor o de la bailaora o del característico afamado: esa gente extraña a estos mundos de charcos y maceterío. Gente de maneras que alertan la novelería y que se van a tomar café con panquequi o pescao frito con media del fino de más tronío, según la época. Bostezos de la fama, mientras se mata tiempo esperando el segundo pase y, luego, caer en el autobús o en la pensión aquella en la que trabajaba el “Niño de la Palma”, progenitor de raza y archipontifice de verónicas y estoconazos en los rincones de los elegidos. Porque Juan iba también tras los toreros, por consideración al sacerdocio de los sacrificios solares de la gracia y el arte supremo. No se sustrae ante la belleza, creación humana, sobre naturaleza fiera de un mundo incontrolado. No, hay momentos en que no busca fuera del teatro. Es el momento secreto en los proscenios, en los que, aun oyendo el trajín de los tramoyistas tras los telones, los grandes maestros, los de verdad y de siempre, ofrecen solos de guitarra con un magisterio ex cátedra. Es el momento mágico de Juan, ahí aprende y asume arpegios y trémolos que luego llevará a su guitarra. Allí en La Cuadra, su estudio, mientras va viendo crecer todo un mundo de estampas, carteles y programas, va construyendo un autentico estanque de solos. Edifica su saber musical sobre los secretos que ha ido arrancando a los geniales intérpretes del acompañamiento. Maestros que, en los más largos cambios de decorados, juegan a ser concertistas. Habrá que esperar una veintena de años para que haya público que sepa escuchar un concierto de tal magisterio y tal riqueza musical como es la nuestra. Cuando se aprovecha para ir al ambigú, a fumar, o a abrir y cerrar los abanicos en las cálidas noches de teatro, Juan Mesa se queda para embarcarse en una nave de blanca vela que le asegura arribadas a puertos de ensueño y de aplausos. Si hace falta se esperará veinte años más, o los que haga falta... Cuando se tiene mucho tiempo se despilfarra en esperas.

Todo ese bagaje de los proscenios y los camerinos, esa escuela que ha ido asumiendo, lo va a verter, sobre las cabezas y manos de sus alumnos. En La Cuadra, va a estrujar la esponja de sus devociones sobre el enjambre de escalas, por las entorchadas cuerdas y por las cuerdas de agua de un arte milenario. Imposición casi patriarcal de manos,  llevando gloria a la luz de un aire que se queda sin aliento con ese vibrar de sones. La gran tarea de Juan Mesa es haber ido enseñando a varias generaciones de linenses un arte que por sus características, y por sus verdades vitales, se ha ganado la consideración de nosotros mismos, no ya la del mundo entero... La mejor tarjeta de visita de un maestro son sus discípulos. Y ahí están para testimoniarlo cuantos han aprendido y bebido en las fuentes antiguas del agua y del sol. Gente que ha accedido a la profesionalidad, al magisterio; desde academias de guitarra al uso hasta los conservatorios. Una auténtica cabalgata de personas que han abierto los ojos ante la mejor creación de nuestro pueblo andaluz: La Música.

Tantos años de entrega al oficio de enseñar arte, mirando de soslayo la última fotografía conseguida, aquella flor que no se marchitará nunca o aquel zapato guardado como un tesoro, hacen que quienes conocen el paño de la enseñanza del arte nos sintamos obligados al reconocimiento por un trabajo tan fecundo y tan extendido en el tiempo. Yo me acerqué a Juan Mesa buscando subrayado musical para unos versos de Federico García Lorca. Juan me abrió el almario de las “músicas magas de mi tierra”, como dice don Antonio Machado. No me deslumbré sino que me iluminé y sentí la obligación de aprender sobre mi pueblo a través de su cultura. Los andaluces, quienes huelan la canela y el clavo, lo tienen bien fácil, porque es muy placentero el viaje por el conocimiento creativo de nuestro pueblo. Los caminos a seguir, las lecciones de esencia y de vida, son de tal belleza que es una hermosa manera de aprender de nuestro pueblo. Beberse la belleza próxima, como hace Juan Mesa, para poder explicar el milagro que siempre lleva consigo la admiración creativa del ser humano; para recrearse sobre sus propios hechos y maneras de afirmar la vida bajo esta luz que nos alumbra.

A Juan le debo el descubrir el camino de conocimiento de nuestro saber popular. Pero, sobre todo, a él le debo, no sé si se acordará, el haber visto al duende y haber aspirado su aliento en una tarde inspirada y lejana. Fue en el escenario del Teatro Royal de Rabat. Allí sentí el aguijón tremendo del arte hecho quiebro de donaire, de palabra hecha flor del campo de las musas, de son y compás como en pecho de bacantes, cintura de pitonisas y amapola de los trigales fecundos de la suprema gracia. Al menos yo lo vi bajo la enredadera de todos los sueños que se yerguen en la realidad. Yo sé que es un terreno vedado sólo para quienes han recorrido un largo camino de arte. Pero la casualidad, probablemente, y el hecho de estar atento a los brocales de los pozos del embrujo hizo que yo sintiera su danza gigantesca sobre el tablao de mi alma pequeña. Y, sobre todo, porque con nosotros -Paco Muñiz, quizá uno de sus mejores discípulos, Pepe Mariscal y yo- había un brujo oficiante, un cimentado conocedor de las maneras de rondar y manifestarse que tiene el duende.

Yo espero que, mientras Juan vaya recibiendo el testimonio de todas nuestras consideraciones, siga pontificando, que algo queda, y que vaya “tremoleando” mientras vamos animando a todos lo niños de Andalucía y de España a dar sorbos de esta magnifica agua limpia del Arte y de la Vida.

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