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26 de agosto de 1997

El Moningó*

Desde la cocina, Lola miraba a través de la ventana: atardecía. Se sentía atraída por esa luz evocadora, algo así como un baño perfumado de luz tibia que da fin a una jornada cansina. Con recelo se desentendía y rechazaba las sensaciones que la llenaban de incógnitas. El limonero, el jazmín, el dompedro, todas las macetas iniciaban un recogimiento fragante de silencios íntimos. Lola miraba el reloj, pero el instante del encanto no lo dictaría la esfera de números fosforescentes. El pozo, como la garganta de un cántaro sagrado, emanaba en silencio un fresco contrapunto de sosiego. Lola, a punto de ensimismarse, pensaba que algo de cante debía guardar el cántaro en sus silencios y habría de ser una música serena, de frescura tan tranquilizante como la del pozo. Rechazó la idea pensando que el cansancio, tras todo un día de briega, la empujaba al embeleso. Un suave deseo hacia la euforia que era necesario controlar y controlaba: “Que estoy ya como Paco.”

En mejores tiempos, Paco habría pensado que ese era el momento en que toda la naturaleza impone descanso; la señal perfecta para pensar e ir sacando, desde la fresca sombra de la memoria, las maduras imágenes de los dorados recuerdos y avivarlos con las ilusiones. Así hasta quedarse dormido, acunado en seductoras sensaciones; ya despertaría con la otra luz, con la vibrante y risueña del amanecer. “Lola, cuando me despierto es como si a un toro bravo le abrieran de pronto las puertas del chiquero.”

Pero a Lola le quedaban tareas por terminar hasta llegar exhausta a la cama; hasta acabar maldiciendo al lucero del alba que imponía encender el fuego otra vez más. Y vuelta a rodar la rueda de la noria de sus horas. El silencio y la sonrisa, que tan bien dibujaba su cara, se vieron interrumpidos por una oleada disonante: chirridos, pitos, mensajes de cabotaje, fritura, voces extranjeras, canciones. El pandemónium de los sonidos que se sucedían sin definir ningún sentido, la radio de Paco en una barahúnda de sintonías:

“Ici Radio Africa Tang... Mirando al mar soñéééé... Caaaña con corchocorcho con caaaña... En la sintonía de Radio Sevi... Tu eres la reina de misentrañaas... Notre Journal parlé... eyes and I´ll kiss you, to-morrow I´ll miss you... Escuchen el siguiente capí... Corona de oro llevan los reyes... Le premier ministre du... Píntame angeliitos... Esta es la BBC emitiendo su... Cántame la jota mañaa...”

A juzgar por la rapidez de las ráfagas sonoras, se diría que Paco no encontraba una sintonía concreta, que luchaba por localizar una emisora precisa e incontrolable. Lola acabó sus boquerones rellenos acompañada del dislocado guirigay de la radio acoplándose al recuerdo de su madre. “Lola, procura poner siempre los ajos del relleno bien majaditos... que es muy desagradable encontrarse trozos de ajos crudos... por muy fino que quieras cortarlos. Tú vas y los majas, muy majaditos; y que te quede bien doradita la fritura que si no... ¡Ah! Y desde luego, hay que ponerlos calentitos en la mesa. Eso y una buena ensalada de pimientos asados: una cena de verano que quita las tapaderas del sentido. Anda, anda, que los pimientos hay que pelarlos en caliente... Chiquilla, que escuchas el timbre de una bicicleta y ya estás soliviantada... Te da tiempo de terminar y arreglarte y ya verás como Paco todavía tarda; si sabrá una lo que son los hombres... ¡Ay, Virgen del Carmen!”

La malandanza comenzó aquel lunes en que Paco volvió a casa al poco tiempo de haber salido para trabajar. El domingo estuvo muy inquieto y no quiso ni ver la calle. Anduvo ronroneando por los rincones, como gato que barrunta mal tiempo. “Mañana nos la cierran... Tengo ya unas ganas de ver en que queda todo esto... Ya está uno harto de aguantar cabronadas... Aguantando aquí, allí y a los carabineros también.” Al entrar a la cocina se plantó mirando a su mujer. Lola se quedó petrificada con la cesta de la compra en la mano, notaba cómo las fuerzas se le iban sin saber adónde, apenas si podía sostener las asas de la cesta entre los dedos temblorosos. Se miraban fundiéndose entre unas lágrimas que no acababan de correr, contenidas en los hinchados párpados. Paco no necesitó pronunciar las palabras que ni podía ni quería; su silencio y su gesto impotentes bastaban. Colocó su pase sobre las cuadriculas del hule. Lola entendió, aunque ni pudiera ni quisiera entender nada.

En silencio se sentaron a la mesa de la cocina. Sobre los cuadros blancos y verdes, sus manos se abrazaron con la fuerza de la búsqueda desesperada, en una construcción de refugio, mutuamente amparados y entrelazados “A dónde va uno ya... A mi edad...” Los ojos policiacos del águila del pase lo escudriñaba todo con una mueca en su pico; era una sonrisa de rapiña cruel, burlona. Paco no perdía de vista sus garras feroces atrapando a los símbolos. “De San Juan”, susurró en una sonrisa. De sus honduras afloró su padre, quien tras regresar del exilio gibraltareño, más cansado y más viejo, al ver los nuevos documentos comentó irónicamente lo del águila con la misma sonrisa. “Ay, mi San Juan.” Paco conservaba aquella intención en lo más entrañable. Ahora afloraba como lo hace el recuerdo, vivificándose desde la lejanía. No quiso reprimir la reproducción interior de la secuencia de los refugiados, de aquellos que regresaron más viejos y con mucho más miedo en las carnes que cuando se fueron. Su padre logró salvarse por muy poco: escasos metros y minutos. Cuando regresó, lo hizo en silencio.

Lola, con movimientos mecánicos y la coherencia del desatino, puso agua para té. “¿Hervido o escaldado?” Paco, por respuesta, intentó una mueca de indiferencia como si todo el hastío del planeta se le hubiese acumulado en la sangre y enraizado en los huertos de su pecho, entró al dormitorio. Lola, recordando a su madre, -“Hija, los peores momentos hay que vestirlos con lo mejor y lo más decente que se tenga a mano.”-  se fue al vasar y tomó las dos tazas de porcelana china y las dos cucharillas de plata. “Es verdad, mamá. Cada día llevas más razón.” Ya olía la canela y puso en el agua esmeradas cortezas de limón.

Cuando vio a Paco en el umbral de la alcoba con el moningó* puesto, casi se le cae de las manos la confitera de fina porcelana inglesa. Asumió entonces el alcance de la situación, lo gritaba el moningó de grises cuadros y con vueltas en marengo: ¡era hora de trabajo! El Sol la marcaba, aunque Lola notara que no alumbraba igual. Al menos, ella lo veía todo con otra luz. Descartó el fugaz sentimiento, asentando lo inoportuno e inusual de la situación; pero se le vino abajo el emparrado de su sesera. La ceremonia del té quedó totalmente deslucida y estéril su función. El té se enfrió en las tazas, y en ellas el limón y la canela.

A pesar de la insistencia de los comentarios por el mercado y las escuelas, en las iglesias y los bares, los talleres y los burdeles, nadie esperaba que llegaran a cerrar la frontera. Nadie lo esperaba porque nadie deseaba que se cumpliesen los rumores, aunque todos los que fluyeron se ejecutaron uno por uno. Paco pensaba que los temores, “todo lo peor que pueda pasarle a uno en esta vida va rodando y rodando hasta caer sin más remedio y se le empotra a uno encima de la mismísima alma,” con un compás que no hay quien lo gobierne. La noticia, aunque nadie quería ni esperarla, reventó como una sorpresa incendiaria que descargó sobre sus cabezas. Nadie lo quería creer, pero ya era una realidad terminante. El barullo se desparramó por calles y callejones; por los corrillos de las esquinas, de las tabernas y los tapadillos; por todos los foros posibles, la coherencia dejó paso al batiburrillo. Todo era ya un rumor impreciso, disparatado y rubricado. La opinión era vaga y cualquier signo tenía el sentido que la esperanza o el desvarío pudiera bordar en tan ambiguos bastidores. La vaguedad se hizo recelo cuando fueron apareciendo banderas por las esquinas, tímidamente al principio, hasta que la ciudad acabó engalanándose como un yate en fiesta. Las nubes raptaron al paisaje que se tiñó de incontestables emociones, de tintas y de sellos. Y la borrachera hizo roncar frases jorobadas e hinchadas de vanas confianzas. “Qué rápidamente nos vemos sin razón... Hasta yo empiezo a pensar que esto es lo mejor y que nos vamos a alegrar al final... Y es que hay un país entero detrás de nosotros.”

Hubo quien decía hasta el aburrimiento que los ingleses cederían. Otros aseguraban que todo era un golpe de mano, una estrategia para escamotear a los llanitos las verdaderas intenciones de un pretendido y secreto pacto. Don Eulalio, empedernido de las tertulias a cualquier hora, se contoneaba en los sillones del Mercantil como una calavera de plomo: “Estamos asistiendo a un hito en la historia y al final nos sentiremos orgullosos. Esto será un paraíso... ya lo veremos.” Don Luis solía sentar cátedra mirando a los rincones del techo, como si quisiera leer en el vacío sus siempre confidenciales sandeces. Enunciaba lo evidente con los fastos y pompas de un pontífice visionario. Y la incoherencia se hizo galimatías en el runrún del disparate.

Alguien, en la tertulia del cafelillo de la playa, dejó caer un comentario tan espontáneo como los anteriores, pero que calló a todos y disolvió la reunión: “Y que esta gente hiciera una guerra, que murieran tantas criaturas y se pasaran tantas calamidades para que no hubiera huelgas... Y hay que darse cuenta en la general que los han metido ahora... Y a mí, que siempre he sido torpe, me parece que ésta no va a servir para nada tampoco...” Era el Chato Bulé, de joven pescador y cantaor siempre, quien espolvoreándose las cenizas de la picadura sobre el raído chaleco, iluminado por el salitre y los lamparones del aceite de las anchoas, conversaba con su mojíno en el cafelillo del varadero cuando no pontificaba sobre los cantes de Corruco, del Chato Méndez o del Chaqueta. ”Con las de fatigas que se han pasao en la mar... No, si también ellos han penao lo suyo... Como todo el mundo, claro está. Pero... que, eso de tenerse que ir por ahí... Y tener que dejarlo todo… Siempre largando cabos de un lado para otro, maldita sea.” Doctorado en fandangos y bulerías, el Chato sabía, porque observaba antes de cantar, cómo la gente de la mar consideraba a todos los puertos como suyos con solo verlos: “La mar es otra cosa.”

Ahora, Paco salía de paseo a media mañana, después de tomar en silencio un poco de café o té con leche. Lola también callaba, ya no había liturgias ni oficiantes. Hastiado de callejear, Paco comenzó a reconstruir los recorridos de la infancia, a repintar sus juegos y sus compañeros de entonces. Pensaba que los amigos de la infancia viven y juegan con los recuerdos; pero, cuando se les encuentra, al cabo del tiempo, o están muy lejos o han crecido demasiado: no son los mismos. Paseaba solo por la playa. Respiraba la eufórica mixtura de aromas salinos y luminosos; recreaba un paraíso perdido revistiéndose de mocedad con su dorada proclama de turbados tanteos. Las sensaciones que iba recobrando le restituían lo irrecuperable: los juegos del agua y las luces por entre las rendijas de la tablazón del embarcadero, los verdes cambiantes en un triunfo coronado de arreboles, el olor de la brea que vuela desde el varadero... Pero no se atrevía a mirar al Peñón cara a cara. Lo que antes le parecía una blonda de suave y afinada niebla sobre la testa redondeada, ahora se le dibujaba como un pulcro sudario que acabaría envolviéndolo todo. De reojo, intuía la mirada del Peñón con la flema de un deus ex máchina de agotadas poleas que ya ni chirrían en el intento. Regresaba a casa elevado en una apoteosis de salitre enjugado de piedad, con la cabeza más henchida que los pulmones de un aire glorioso, confirmado, profesante de su quimérico credo sustentado en la devoción por Lola y en el precepto telúrico del altar de la bahía.

Pactaba con una sonrisa al pasar por los fortines. Mudos bloques de cemento, caprichos furiosos del beligerante fhürer hechos baluartes sobre un arenal cansado de batallas. Construidos por albañiles de la derrota, trabajadores penados en cuadrillas forzadas tras el último disparate de la historia en esta parte del arenal. Fortines que dan fe de aquella guerra europea que también padeció la ciudad, calientes aún los lutos del treinta y seis. Testigos además de los primeros cigarrillos que a escondidas se iba pasando la muchachada mientras se comentaba lo buena que estaba la de las trenzas, “que tiene que tenerlo todo rubio; por cojones.” Y mirar por las troneras e imaginarse a unos nazis que nunca guerrearon por estas cotas; alemanes de Hazañas Bélicas, trotando y escaqueándose por el arenal desbordante de cadillos como rácanos azuzados por sargento, para caer tundidos tras una batida frustrada contra el inexpugnable peñasco altanero. Siempre se le personificaba aquel chavea, tan apenado que había que cambiar de tema y de juego; medio bizco y medio rubio, medio pariente de aquellos a los que machacaron en un bombardeo nocturno y cobarde, como todos los cometidos sobre los sueños de las ciudades dormidas. Medio pariente, pero el chaval, sin duda testigo encabronado, palidecía cuando oía hablar de los aviones y de las bombas y de los reflectores y de las sirenas que llegaban desde Gibraltar. “Aquí qué va a haber alarmas ni sirenas ni la madre que los parió, aquí te decían que hicieras el avío en el hueco de la escalera o mejor te decían que debajo de los dinteles de las puertas... Allí, en Gibraltar, sí que tenían refugios, anda que no... Y a las mujeres y los niños se los llevaron a los campos de Irlanda. Aquí... aquí mejor que no te llevaran entonces a ninguna parte... Al que se llevaban... mala cosa. No pasó más porque Dios no quiso y porque los italianos y los franceses que nos venían a bombardear eran más chapuceros que los indios malos de las películas malas.”

Sus paseos por los Jardines le envolvían los recuerdos en un olor a resina y a hierba recién cortada. Era el recuento de las primeras escaramuzas con las chavalas. Y se le aparecía Sole, guapota y morenaza, con dos trenzas que lo ataban a una condena de suspiros y recovecos de la ensoñación. No se resistía a la amarradura. El jabón de olor olía en aquella niña más que en ninguna otra piel del mundo. Paco hubiese dado aquélla su vida llena de futuro por beberse los íntimos aires de los rincones tan bien guardados de Sole. Ella era la luz de la sonrisa, y la exquisita finura de su piel contrastaba con aquella blusa blanca, vaporosa como el velamen de una regata, que no hacía más que pregonar un frutero prohibido y de deleites en sazón. Y aquellos ojazos de vivediós... Azuzado por los recuerdos, que le mordían hasta la contrición por una imposible infidelidad hacia Lola, dejaba que el apremio se quedara en un especular inocuo más que en la eclosión que originaba contemplar, casi tocar, el recuerdo de aquella diosa... Concluía en un tercio de quites con clarines de sofoco. Al intentar pensar en otras cosas, las cosas le regresaban a sus recuerdos. Una vez, tomó la mano de Sole bajo las glicinias enramadas en la pérgola de las monjas. A Paco, aquel contacto le pareció como el de un pájaro tibio y complacido que latía exquisito, desmayado en su mano más temblorosa que el más indefenso de los jilgueros. Le parecía que a Sole se le iba por la boca, más que las palabras contenidas, una dulzura rociada sobre su misma esencia. Y era aquella ilusión lo que se le escapaba rodeándose del halo silencioso de las celestinas y del trinar de todos los pájaros afinados al atardecer. Temblaba hasta dudar de su virilidad que, aunque reciente, le espoleaba en los ijares y hacía restallar los látigos de los más blasfemos arrieros. Y llovió un agua de rubia inocencia sobre las copas de las araucarias enjuagando sus hojas de garra. Se diluyó la veladura del arcano y los densos aires del sofoco desvelaron los bordados de la grana. Cuando escampó, quedó un jardín limpio, perfecto de aromas y de trinos. Aquella tarde, una luz suavemente dorada puso contrapunto a las palmadas del guarda que iba a cerrar las cancelas. El palmoteo le hizo concebir un aire de bulería vieja, de toques arrumbados con el morapio de las tabernas, de sones de amigueo insubstancial en las tardes célibes de huero copeo. La prisa los hirió de rubores dejando un rastro de pétalos encendidos entre la hojarasca de los rincones incultos. Los furtivos caminillos se incendiaron hasta consumirse por entero. Jugaba un fuego indómito de bordones y de voces encerradas en su pecho trastornado; adentro le danzaba, ebrio de centelleantes agujas bruñidas en la nueva fragua, un dios novicio, ignoto y mirón. Las nubes se arrebolaban por poniente, como una bailaora por soleá; y por levante, como una virgen de los bosques, se entreabría el ropaje sombrío de un anochecer cuajado de imanes que apuntan al sur. La anochecida, presagio de las saladas luces de los mares profundos, les agasajó la sangre.

El cenador en el recoveco del jardín le sonríe siempre que pasa. Las araucarias se gozan recordándole unas trenzas de cadena perpetua y aquella sonrisa de suspiro. Todavía revolotea aquel pájaro que acunó en sus manos dejándoselas por siempre tibias de aromas virginales. Sole se desvaneció por las neblinas de la bellaca chiquillada. Paco no se decidía a pensar que fue una pena que no fructificara aquel incendio de pétalos, que se quedase tan sólo en un rescoldo de escozores y un regusto frondoso en la última joroba del alma. Evidenciado por el hechizo, atraído por su recuerdo, envuelto en el aroma soliviantado de las celestinas enramadas y el néctar eufórico de sus pistilos, últimamente insistía en libar de su celeste polen. Y, como un muchacho, a puñados se los iba comiendo bajo el esplendor del celeste ramaje. De ningún modo quería ofender a la presencia de Lola; rechazaba la conciencia de traición en ese ejercicio evocador. Era pura inocencia esa suerte de reavivar los incendios no sofocados, un repaso renovador. - Yo te prometo con solemnidad ante el altar de mis lealtades que le diré a Lola cuánto la amaste, sin doblez, y que ese amor continuará después de ti, Paco. - La revelación de Lola, como esencial, era inviolable en este devaneo con las chispas sacadas de los rescoldos de la vehemencia. Contenía las ascuas, pero no podía evitar que las pavesas encontrasen yesca. Paco las contenía con una estopa cebada de aromas y de luces ambarinas. Sus lozanas yeguas nocturnas, blancas y de rosados belfos, volvían desde la primavera como un raudal de cimarrones.

Un día botarate, a la salida de una sesión de matiné, sin que Maureen O´Hara pudiese evitarlo, Paco se fue a buscar a los amigotes y todavía no recuerda cómo pudo acabar así aquello de Sole. Luego la empachera del copeo, las partidas de billar con los amigos empedernidos de castidad, los áridos rastreos junto a Humphrey Bogart o escaramuzas acompañado de Clark Gable. Jadeaba, más que respirar, por la herida de la hermosa Sole quien con sus ojos jugueteaba por entre los caldos encerrados en los catavinos. Los oros de la finura se volvían miradas, las más cálidas que se puedan desear, para su mayor tormento. No podía, ni por todo el vino del mundo, contar a nadie sus honduras cuando le veían hecho una aljofifa empapada en jereces. “Cómo voy a reconocer que soy el más chalao perdío del mundo entero... Cómo.” Ni ante él mismo admitiría su novelesca y peliculera espantá por mucho que Ava Gardner lo midiera con una mirada burlona y estremecida de su propia belleza. El desenlace fue sal sobre la llaga: Sole se enamoriscó de un llanito. Primero, por darle en toda la cara al niño de sus ojos; luego, por un irse dejando querer en un verano con ecos y resabios de primavera. Entre party, cine al aire libre y una romería al Santo Cristo de la Almoraima, que fue lo definitivo, la estupenda Sole, la única e incomparable vestal de los jardines del conjuro y de los pétalos encendidos, dio el yes católico e inapelable al “papanatas de Braulio, que así se llamaba el tío vaina.” - Y se seguirá llamando... que es un buen hombre, Paco.- Y es el afortunado, lo sabes, que vendimió los racimos de tan esmerado cultivo entre luces y aromas. Yo sé que no recuerdas muy bien de ella el tono soleado de su voz... Pero aún gustas del sabor de las esencias celestes abrazadas en la pérgola de las monjas. Porque, en el fondo, la nostalgia es de ti mismo, Paco.

Y llegó Lola: guapa, sencilla y cristalina. Dejó por sentado que ésta no se le escapaba, que no se dejaría llevar por las novelerías de aquellas películas de mujeriegos y casanovas. Los matachines quedaron colgados en los desvanes de su fantasía y se apretó los machos ante la lidia del enamoramiento: parada, cortejo y galanteo. Aceptó el recado, sonriente y con guiño, de Spencer Tracy. Fueron favorables los augurios y deseable el vínculo de sus vidas. “Doña Katherine Hepburn estará encantada.”

Se instalaron en casa de la tía Matilde. "Totá, yo esta casa para qué la quiero... Qué hago yo aquí sola... Yo vivo la mar de bien con tu madre, así que os metéis aquí... Nada más que tenéis que darle unas bajeras de cal y que seáis muy felices. De aquí hubo que irse cuando la guerra de los ingleses... por lo de los bombardeos... Como está ahí mismito la alambrada... Y al final aquí no vino a caer ninguna bomba. La de fatiguitas que se han tenido que pasar...”

Del cuchitril hicieron una casa, con reparaciones y encalijos; pero era su casa y allí empezaron a construir su historia. Lola era hermosa y la casita tenía un patio con pozo y limonero. Metidos en composturas, comprobaron que el vigamen no podía ya con las tejas y decidieron hacer una azotea desde donde fueron desgranando estrellas en largas y propicias noches cálidas. Allí mudaron el medio petate con las premuras de su verano de trémulo firmamento. Olía el limonero con un raro y fresco gusto, como bálsamo recién cortado envolviendo sus arrumacos de alcoba al raso. Era un olor flamante, un sabor indulgente que le desvanecía pasados aromas conformando un mullido lecho donde reposar los más inquietos esplendores noctámbulos. Toda la vida contribuía para madurarse diluida en un licor de perfecto trago. “De dónde viene ese olor a nardos; de dónde ese canto de grillos.” Sobre la estancia total, las estrellas tapizaban de vida plateada el tálamo colgante. Proyectos dichosos y delicias frutales en el entretejido de una estera somnolienta de mil y una noches de escudriñarse bajo el infinito. Sus mapas, estremecidos de itinerarios, intuían la gracia de los aromas encauzados por la ternura y los delirios. En la noche, los diminutos ojillos del Peñón competían con las estrellas dibujando caprichos en la oscuridad, caligrafiando figuras burlonas o amables.

Lola se encaprichó en enrejar las ventanas de la calle y colocaron unas de las que sobresalen para ver bien la acera; quería acechar desde su miranda los regresos de Paco. Y llenar la casa de muebles y macetas, de fruteros y azófares, de labores y de estampas. Lola aún era vigorosa a todas horas. Todo reflejaba la felicidad en la prosperidad de Paco que había conseguido un nuevo empleo como dependiente. Se despidió de la tienda del indio en la que venía trabajando; pensó que sería lo mejor, pues ésta era una tienda más grande y más céntrica.

Ahora, al anochecer, Paco se subía a la azotea de sus sueños a cotejar sus estrellas con las que surgían por el cielo. Ya anochecido, una Lola cansada le increpaba a bajar, a arribar la barca con la que surcaba su mar estrellado. El cielo relucía como una potra enardecida de galopes. “Paco, que hace mucho relente... Bájate ya hombre... Que ya es tarde y yo estoy cansada. Anda que si no te veo en la cama no me duermo... ¿Paco?” Y Paco bajaba con una sonrisa de evidencia y se metía en la cama buscando yeguas blancas y que galoparan por sus sueños y que abrevasen estrellas en los establos de su firmamento... y se dormía acurrucado en el desvelo.

Finalmente, la jubilación como desempeño. Los paseos por sus recuerdos se convertían en vagos callejeos por ninguna parte. El café, la tertulia maledicente que le inquietaba: “Ya, Paco, no valemos ni para pegar sellos...” Y asentir con sonrisa penitente, arrastrar las miradas, los saludos; balbucir risas a ocurrencias desafortunadas, sin ninguna gracia. Se le iban las horas en cavilaciones de trépano. “Cómo no voy a reinar... Mis amigos de la escuela tienen sus trabajos... sus cosas. Y aquí me veo yo, hecho un fandango: ‘Que yo me estoy consumiendo y a mí no me duele ná’ Y unas ganas de tener ganas de algo que me estoy volviendo majareta. Si ya me aburren todas las conversaciones... hasta cuando hablo solo. Quién lo hubiera sabido... Me hubiese buscado algún trabajo aquí... No había grandes cosas, pero ya hubiera yo buscado algo... Y mira, ahora estaría hecho un hombre. Con lo orgulloso que yo estaba y con lo bien que nos iba ganándolo en libras... Qué cenizo tan grande nos han metido encima. Adónde voy yo ya... Ahora, adónde...” Y llegaba una nueva oleada de jubilados: “Yo ya me iba... es que tengo que ir a un asunto que me ha salido...” Y las miradas no eran de burla sino de asentir por necesidad, porque todos pactaban en la complicidad que se les tolerasen pequeñas trolas para componer algo de dignidad. Don Eulalio, con otro sentido de la compostura, se sentaba con los de su tertulia: “Tengo noticias de Madrid que son dignas de todo crédito... Me han dicho que no lo comentara... Así que, por favor... A primeros de mes se abre la frontera.” Y a Paco la sonrisa le empañaba la cara y en sus ojos se endulzaba una tristeza honda, de muy adentro.

La mañana en que comenzaron a derribar el edificio de la Aduana se corrió la voz y la gente se agolpaba para presenciarlo, los más incrédulos se acercaban a tocar la realidad. “Esto ya está muy claro...” Ese derribo fue lo que más determinó su derrumbe. “Ahora que hasta me parecía bonita con sus buenas rejas y sus ventanales... Con sus tejados verdes.” Con la demolición se derrumbó la ilusión de muchos que, como Paco, veían irse con el desescombro sus últimas y más rezagadas esperanzas.

Las salidas se fueron espaciando. Se pasaba las horas y los días inmerso en su moningó y enfrascado en cavilaciones que cada vez iban siendo menos variadas y más accidentadas en sus concordancias; o mirando, no leyendo, el periódico de cualquier fecha. Y recordar su infancia, hablar de las costumbres de su familia, ocultar su afición por los pistilos celestes, acallar su temor por los huecos en sus recuerdos, casi palpar las nacaradas grupas del firmamento; regar las flores del patio hasta que Lola le quitase la manguera, se la tenía que esconder. Y siempre reinando, aunque jugara con una pinza de la ropa, a la que hacía circular como si fuera un cochecito, por las calles y avenidas cuadriculadas del hule de la mesa. Ya se le rompía la tersura de sus yeguas y le emponzoñaba la pleamar de sus exuberancias. Los cielos estrellados le azuleaban por el interior de sus párpados. Mientras, Lola, al pairo de verlo al garete: “Me están entrando unas ganas de arrancarle el moningó, de escondérselo; y, a él, echarlo a la calle... Y qué va a hacer por ahí de la manera que está.” Ella se debatía en mil y un temores y presagios. A veces el viento de poniente traía consigo maleantes barruntos y gemidos de gaviotas.

Ocasionalmente acudía algún amigo a visitarlos: “Muchos se han apuntado a unos cursos y les pagan y todo, Paco... Si no te hubieras jubilado tú...” -“No, si ya... -” “¿Tú no ves? Veinte duros diarios además de la paga. Se lo toman todo a cachondeo y traen a mal traer a los maestros con el pitote que les forman. Y qué van a hacer... Y es así, Paquito, como se lo tome uno a pecho,... estamos perdidos. Los que puedan, dicen que se van a donde sea... Lo malo es que hay gente que se está gastando los veinte mil duros que les dieron. Cómo cambian los tiempos y las de vueltas que da el mundo...” Las vecinas solícitas y concurrentes: “¿Pongo té...?” “¡Ay! Lola, parecen chiquillos. Figúrate tú que en la escuela, esa a la que van, hacen de diabluras... Por lo visto hay una maestra que les enseña a escribir a máquina y se ha tenido que ir la pobre... Resulta que le tiraban pelotillas de papel mascado y se guaseaban de ella hasta más no poder. Y qué iba a hacer la criatura con los elementos que les habían echado... también hay que comprender que hombres como trinquetes en la escuela... Cómo les iba a castigar ni pegarles un cosqui.” Reían y Lola recuperaba un poco de tono a precio de comadreo. “Mira, Lolita, lo que tenéis que hacer es daros un garbeíto. Ahora hay muchas viajitos a Sevilla que están muy bien... Os dais una vueltecita por el mundo que la vida es una y hay que distraerse y disfrutar. Qué viaje de bodas habéis tenido… Pues, andando. Totá, tanto no os vais a gastar y en la caja no os van a meter nada de nada. ¿Tú no sabes...? Y como no tenéis hijos... Mira, mejor, os vais a Granada y os hacéis una foto vestidos de moros en la Alhambra.” El tedio ya había puesto huevos en los dobladillos de las cortinas, en los plegados de las sábanas, en las orillas de las toallas. “¡Ay! Pero no me salen los cálculos que echo. Los ahorrillos han mermado más de la cuenta y habrá que pensar en que si Paco se pone malo... Si en la tienda le arreglaran lo del penshi (3) como dicen que han dicho... Pero me parece a mí que... Será mejor reservarse por si acaso, que nunca se sabe.”

Desde la cocina, vigilaba a Paco enmarcado por la ventana mientras oia a su madre: “Lola, hija mía, tu marido es un hombre hecho al trabajo y no es bueno que de pronto se quede sin hacer nada. Así que... Que se ponga a trabajar, Lola, que todavía puede... Que no es nada bueno que los hombres se estén sin nada que hacer... eso es muy malo. Se ponen a cavilar y las cavilaciones de los hombres son muy puñeteras... Nosotras sabemos encarruchamos mejor. Los hombres son otra cosa, son como los caballos... que quieren correr y no quieren más que campo y sudar para que se les vayan los malos humores que tienen ellos por naturaleza; si se quedan quietos se ponen delicados y hasta acaban echando espumarajos por la boca. Además, Lola, cuando un hombre no encuentra trabajo es porque la mujer no le arrea. Si ya se vio lo malamente que estuvo cuando dejó la tienda del indio... a quién se le ocurre... Luego va y se jubila... pues haberte apuntado al curso ese y te hubieran dado los veinte mil duros y tu paga de siempre... y hasta mejor. No. Él se tuvo que conformar con las veinticinco mil tristes pesetas que le dieron...” - ¿“Y le voy yo a echar las culpas a él? ¿¡Mamá!?” - “Se hubiera colocado en la refinería de lo que fuera... Y además, ahora trabajillo hay... Las cosas han cambiado mucho... No digo yo que esto sea América, pero ya no es como antes, Lola... Que ya conviene trabajar aquí más que allí... Y si no a Sevilla, o a Valencia, o a Barcelona como tantos que se van. Qué quieres que te diga, hija mía. Yo a tu padre...” Pensaba, oia y dudaba de la sensatez de aquella retahíla aunque atisbaba que no tenía mucho sentido, a pesar de todo. Sobre la bahía arreciaba el poniente y en sus ojos apenas podía contenerse un oleaje embravecido. “Qué habremos hecho tan mal...”

Paco había ido amontonado en el patio todo un tinglado con cartones, listones de madera, un trozo de chapa vieja, un retazo de lona... Hasta formar una garita, mitad camuflaje y otra mitad ostentación chirriante bajo la buena sombra del limonero y junto al fresco brocal del pozo. Se instalaba dentro del cobertizo timoneando la radio, navegando por las ondas en busca de una sintonía, de una voz asidero entre los múltiples y turbios sonidos captados. Por no cavilar tanto, se entronizó en el improvisado camarote. En tan destartalada covacha quería aislarse del mismo aire y de sus tratos hostiles. En algún momento estuvo tentado de destrozarlo todo: garito, radio y taburete. Pero luchaba por recuperarse y machacaba las sintonías en una febril búsqueda entorpecida por locutores, seriales, publicidades, boletines. Buscaba sin saber qué, pero algo que tuviera aquel tono que antes le hacía palpitar y multiplicarse en todas sus dimensiones. Rastreaba aquella nota latente, inconcreta ya, que le hiciera volver a cabalgar por sus lúcidas praderas, que le hiciera sentirse ante una simple copa de vino como estar ante el brocal mismo de la vida. Arañaba las ondas en la búsqueda agónica de algún énfasis que le devolviera esa capacidad de reconocer los resortes sutiles, elegantes y primarios de la vida.

Obsesionado, restaba el mínimo tiempo elemental de sus menesteres naturales, ignorando sus urgencias por permanecer en el instalache... Cuando las más indispuestas y primarias le regresaban, Paco se lamentaba, con excusas que ni él mismo entendía ya, en un intento remolón de enderezar el trance mientras Lola preparaba los útiles para asearle, “Esto es ya lo que nos faltaba... Qué va a ser de nosotros... Haz tú algo por ti, Paco.” Tal vez los ojos de Paco al deslizarse por los azulejos, por la toalla y la jabonera, se proyectara a sí mismo, joven, ante la puerta de chiqueros dispuesto a un lance a portagayola imposible ya. Temblequeando, desde el abatimiento por esa desvalida desnudez ante Lola, con los dientes apretados bartuleaba: “Esta vez voy a coger a la vida por los cuernos, que los tiene... y son de oro.” Pero los tendidos estaban ya vacíos y Lola tampoco había entendido la nueva situación que esta vez no podía rechazar. “Qué estas diciendo, Paco. Yo así no me entero de lo que me dices, Paco... No me entero ya.”

Era el estado de alerta total, sentía su corneta y se hacía necesario permanecer a la escucha de la salvación que pudiera tomar forma en un sonido recobrado. Toda función estaba orientada hacia los objetivos supremos de una lucha a muerte. Las sucesivas derrotas hacían angustiosa la resistencia y, con todos los efectivos capaces, combatía en las trincheras enfangadas de abulia.

“Ruedo Ibérico... Piiichi es el Chul... El General Franco... Torre de arenaaa... Laurita y don Ventura... Société de Radiodiffusion Marocaine... Candelaaaaria la del puertoooo... Don Juan de Borb... I wanna hold your hand, I wanna hold your hand... El Foreing Office, en un comunicado... Cántame un pasodoble españooool... Red de Emisoras del Movimiento... Episodio correspond... Sir Joshua Hassán... Eres como una espinitaaaa... El ministro de Asuntos... Aquí Radio Independ... Le commiteé pour la décolonisation du... Orgulloso yo sonrío con un pitillo Colón...”

Agotado, derrumbado por la incesante búsqueda, Paco cedió en su centinela sorprendido por un suave amodorramiento. Rendido, se fue a sestear sobre la colcha. Lola calculaba la calamidad desde otras posiciones y, convulsa de presagios y entre lágrimas, aprovechó para desmantelar tan estrafalario buhío. Sería necesario devolver el orden y la realidad al patio y a aquella cabeza que ya no era la lúcida de antes. “Ya está bien de hablar con las piedras ni con las estrellas, Paco... que las piedras no oyen, Paco. El Peñón no es una persona…. Ya está bien, Paco... Hay que poner los pies en el suelo... Cómo quieres que te lo diga, Paco.” Sería vital reorganizarlo todo, tal vez animándole, devolverle la confianza y el coraje. Como también se hacía necesario interrumpir los martilleantes e interiores reproches de su madre. “No, mamá, no. Hay hombres a los que hay que jalear... Hay hombres que... No, mamá. ¡No! ¡Que no!”

Paco se había despertado en un sobresalto. Desde el umbral de la cocina observaba, con la mansedumbre que la rendición decreta, la agitada tarea de Lola desmantelando el tugurio. Desde su asombro, miraba a la radio vociferante sin más techumbre que la copa del limonero, mientras el jazmín se desentendía trepando en busca de una luz imprescindible. Lola lo presintió y se volvió para quedarse ambos mirando largamente, mudos y con los ojos muy abiertos. Lola lloraba sin contención. Indolentemente, Paco se dirigió a la radio, la apagó, la desenchufó y la trasladó sobre el aparador de la cocina. Imitaba el ritmo que Lola había utilizado para desmontar la tramoya, pero con más lentitud, como si lo pensara en vez de hacerlo. Extendió sobre el receptor el blanquísimo pañito de encaje de bolillos y aquella bailarina de blanco tutú que le parecía, ahora más que nunca, que no tenía ganas de bailar.

Aquella noche hablaron menos de lo habitual últimamente. “¿Vas a cenar?” Paco negó sin palabras, casi sin gesto, y se acostó. La cama le pareció una vasta extensión, baldía; las sábanas y el cobertor, tejidos de cansancio, fríos. A la mañana siguiente, tras levantarse pesadamente, como se levanta un toro mal apuntillado, tomó la butaquita y se arrinconó en la cocina con el moningó puesto. Pasaron días de mutismo insomne, semanas inmerso en el gris paño a cuadros. La radio, enmudecida; las avenidas del hule, desiertas; unas moscas se disputaban una miguita de pan sobre las cuadrículas. Mirando cómo se había desvaído el tono de los cromos enmarcados, se veía así mismo... Y no sabía de qué manera pensarlo. Lola entendía que era peor el silencio de Paco que todo el vocerío de la maldita radio.

Aquel día desgraciado, Lola se entretuvo algo más en el mercado y al regresar se lo encontró arrinconado e inerte en su butaquita. Las cosas le miraban y el no las veía ya. Un conflicto de sístoles y diástoles se precipitó con un rojo clavel sobre el moningó adornando la mueca alargada, fina y cérea de Paco. Se le desbocó el corazón por la sonrisa, se le encabritó tras las grupas estelares y encontró el embate de un mar rojo. Se lo tragaron las olas hasta los definitivos abismos, cuando el limón se doraba en su verde cama, cuando el jazmín se esforzaba por ofrecer más aroma en tanto que ascendía con sus blancuras rezumantes; cuando el pozo, boca del cántaro terrestre, entonaba el silencio de su honda y húmeda frescura. Los mil ojos de la noche regresaban con sus fulgores, sin noción de su pompa suntuosa, incapaces de pensar azoteas de la noche.

Los llantos fueron muy quedos, amansados por el duelo; cadentes, como el fluir de una terca tristeza; abismados por los barrancos del mar luctuoso de la inmensa pena. El silencio acompañó al íntimo cortejo: tremendo, desgarrador en su sencillo dolor. Porque el dolor más sentido es sencillo, directo en su dentellada y elemental en su desgarro. Su formidable mandíbula pasma más que muerde; lacera cuando se enfría su brutalidad.

Lola velaba sentada ante el moningó, miraba obsesionada el clavel de aquella sangre generosa de vida y de amor. Recomponía la alegre vida de Paco, la vida que se le escapó como un pez de entre las manos, como el rastro de una estrella fugaz, como la más bella de las figuras hecha añicos torpemente... Como la maceta que no se ha regado. Quizá como ese pájaro herido al que hemos acunado y, ya repuesto, regresa al aire de sus alas. Desde tan maltrecha fantasía, sobre la gris franela desvaída, aquella mancha de sangre pregonaba su apetencia de luces celestes, su sed de las profundas aguas cristalinas. Lola consentía la proclama y se mecía con su rima.

Antes de amanecer, cuando los primeros revoloteos excitan a lo vivo con la inminencia de la nueva luz, tomó el moningó sobre su brazo y salió a la calle. Sus pasos eran decididos en la cadente penumbra, tan decididos como la aurora que acudía a renovar la esperanza del nuevo día. En la playa, cuando el albor empieza a recomponer las sombras en los matices de la amanecida, Lola tomó cerillas, prendió el moningó sobre una improvisada pira y ardió con su oscuro clavel. El humo se confundía en un cielo alumbrado con el primer celeste. Lola, con la liturgia desventurada de sus adentros, aventó las cenizas hacia el sol coronado de esplendor. La mirada de Lola se desparramaba con las cenizas por la mar reverberante, ensimismada en sus ondeantes frescuras. El Peñón, ajeno a tanto dolor mostraba nítidamente sus grises aristas refrescadas de rocío y rezumantes del oleaje de tantas miradas. La bahía, vaso ritual, de tanta calma no parecía mar. “¿Por que tuviste que poner los pies en el suelo, Paco?”

Una ola imprevista, brusca y breve, soliviantó al planeta, deslució las luces y sembró espumas sobre la arena; algo chirrió en la inmensa soledad del mundo. Súbitamente, la calma recompuso el brillo de los colores y el tono de los múltiples sonidos rutilantes de la vida. Espejeaba la mar, lucía sus tonos la tierra y el aire se hermoseaba con la frescura luminosa. Lola, al reparar en el poder de la hora, sentía el desperezarse de toda la realidad. Los aromas renovaban su lucha contra la pestilencia. La ciudad crecía y se multiplicaba. Los edificios ascendían y en vez de recrear azoteas en la noche sólo apetecían del vértigo de las alturas. Lola ya se retiraba por un silencio que le pareció el preludio de una marcha. Tras sacudirse la arena de sus plantas y calzarse, se volvió hacia el Peñón.

“¡Y tú, qué miras!”

(*) Moningó: Acomodación de morning gawn, bata de casa, también salto de cama.
(1) Pase: Especie de salvoconducto que se implantó para los trabajadores en Gibraltar después de la Guerra Civil.
(2) Mojíno: café con aguardiente.
(3) Penshi: Acomodación de Old Pension Age, Subsidio, Jubilación.

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