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22 de agosto de 2010

Palabras turbadas

Hablar con un moribundo
es vestir con cartones la palabra,
descubrir lo acre del aliento;
por un reseco jardín sin azules
vislumbrar estrellas imposibles
y ver, a pleno día,
su risa más ciega, la más amarga.

Desde un cielo de cenizas humeantes
se desploman carbones en ascuas,
perturbada luz
que quema la trivialidad pensada.
Conversación liviana,
sin fronteras ni destino.
Es banal la charla, torpe y ronca;
la palabra naufraga en un perdido océano
sin olas,
ya seco, ya solo, ya entregado
al silencio sin aplomo.
No quedan palabras vivas,
muertas están o aspirando lagrimas.

El aliento busca un aire
y el mundo se queda en calma;
ni sopla un inútil viento.
Estancado charco, desangelado,
desvaídas esperanzas,
reojos de mirada extraviada, opaca.

Se adivina la ausencia,
el territorio desolado y prometido;
ojos sin luces, voces sin salida.

Hablar con un moribundo
es sentarse en la temida orilla,
temblar, no decir nada
con palabras amorosamente escogidas.
Guadalmesí, núm. 24 - octubre 2003

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