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27 de agosto de 2010

Prólogo a “Albergues de la necesidad” de José González Jurado

No diría nada nuevo, quién pudiera, si digo que el tema de los Patios Linenses es algo, estimulante, apasionante. La historia, esa historia con minúsculas y no por ello menos substancial de la vida linense, está escrita en sus patios de manera entrañable, un día a día colmado de locuacidad.

El patio de vecinos es uno de los espacios en donde se ha configurado una época de esta Ciudad, y en donde se han dibujado perfiles de personajes que han quedado definitivamente grabados en nuestra memoria, una memoria que es necesario mantener. Es difícil sustraerse a la evocación, no exenta de nostalgia; pero una nostalgia acompañada de un cierto dolor. Dolor por todo lo perdido, y que también requiere ser valorado en esa otra cara que todo progreso trae consigo. Pero es necesario ver el tema con cierta dosis de alegría: la de la superación. El linense conoce muy bien esa fórmula, esa de superarse sin someterse, de recordar y continuar. Aunque el futuro, caprichoso y no siempre bien interpretado, se escape más allá de las lindes urbanas.

Ante las páginas de “Albergues de la necesidad” de José González Jurado es posible recobrar el pálpito del corazón de un pueblo, el de La Línea de la Concepción. Siempre he visto el patio, mi patio, como un territorio simbólico, para mí es como la estancia de lo más íntimo, donde residen las emociones, la ilusión... Así también veo al patio linense, como un símbolo entrañable; pero como un recinto que agrupa al corazón múltiple de los linenses, una intimidad abierta de par en par. En esos patios, que no han sucumbido del todo, el corazón de La Línea se hace uno y abierto, colectivo e íntimo, doliente y festivo. El patio de La Línea es una de sus señas de identidad, al mismo tiempo que un escenario no exento de las hechuras del sainete dramático. Sainete, por la reseña de hábitos y personajes con una buena dosis de entremés costumbrista; dramático, por las acciones que reflejan su recuerdo, su realidad. Y porque su evocación nos retrotrae a unas raíces, a las esencias de nuestros mayores: una herencia de la que no es saludable prescindir, por lo menos a quien le conmueva nuestra esencia vital como pueblo.

No creo que González Jurado haya querido oficiar una invocación perniciosa del pasado, yo lo veo como un reencontrase con la historia, una historia que los linenses fueron forjando entre esfuerzos e incomodidades, estrecheces y cuchicheos del vecindario, de esos mismos vecinos que acudían con una cacerola en las malas horas o en aquéllas, peores y hoy brutalmente soslayadas, en que era necesario, como sigue siéndolo por ser lo natural, llevar y compartir algo de humanidad. Cuando no disponer los paños calientes… o las mortajas. Lamentablemente, ya no hay patio que valga para dar rienda suelta a la vecindad solidaria, salvo excepciones que el lector sabrá valorar. Puede que el concepto de patio haya evolucionado hacia otros espacios, como el ser humano hacia otras sensibilidades, por decirlo de alguna manera.

Esta reseña de nuestros patios nos trae perfiles y colores del alma Linense; ya sea junto al pozo y arriates de dompedros, o bajo los enramados de jazmines, o entre el perfume de las damas de noche y el cacharreo de las cocinas, el batir de las tortillas, las madrugadoras toses de los Trabajadores Españoles en Gibraltar, los bolsos de lona, los del costo, como tiaras pontificales en la punta de las cañas de tender, el trasiego de caseras y diteros, el ajetreo festivo de las Cruces de Mayo, la “Santacrú” con sus altares y sus “moñitas” de papel de seda con verbena al fondo. Entre todo ese barullo de coplas y retratos desvaídos por el tiempo, no se puede escamotear el autentico sentido y vida en un patio de La Línea de la Concepción, de sus moradores. Un barroquismo de limpia penuria, un brochazo de color y de aromas de madreselva que se funden con los refritos y los adobos, el zotal y las bolitas de azulete, al que siempre oí como “azulejo”. Una musicalidad innata, batahola y alboroto, que solo callaba para oír los partes de Radio Nacional, o los seriales de Radio Tánger y Dersa Tetuán, o los de la SER, en una paz dolida y alegrada… Aún aúlla, entre gatos y trinos enjaulados, la metralla que salpicó de dolor y muerte una Feria de 1941 sobre un patio, pacífico y festivo, arrollado por uno de aquellos bombardeos. Ni con bombas que tiren podrán arrasar la memoria colectiva de un pueblo en torno a su patio.

En los patios de La Línea se ha escrito todo un tratado de nuestra sociedad. Y se ha escrito, con risas y lágrimas, para perdurar en el tiempo a pesar de la piqueta. Con la demolición sistemática de ellos, no sólo se ha manifestado el gran cambio en la sociedad linense, sino que ha dejado una huella perpetua de la personalidad de este pueblo. Derribos de los que Pepe González Jurado ha sido protagonista como se descubrirá a lo largo de sus páginas. Pero derribos, al fin y a los cabos dolorosos en muchos casos, que han contribuido a fijarlos en la memoria colectiva de un pueblo, de cuando este pueblo era una familia…, a pesar de sus miles de habitantes.

El lector que recorra este itinerario que propone José González Jurado, descubrirá no sólo una enumeración de patios, con detalles y anécdotas, muy al estilo de este linense de la Axarquía, sino que se verá envuelto en la personalidad del autor. Su lenguaje, sus giros, sus expresiones en suma, hacen que uno se sienta conducido por un personaje peculiar. Recorrerán calles y plazas, por un tiempo perdido como por un mar de recuerdos y anécdotas que han configurado muy buena parte de la historia más reciente de La Línea. -Como siempre, la historia más conocida de La Línea es la más reciente por esa voluntad, a mi juicio suicida, de no ver más allá de 1870.No debería olvidarse que los primeros pobladores de los patios fueron las gentes de aquí, los linenses.- Pero el lector que acuda a estos personalísimos apuntes, habrá de recurrir a la confrontación de sus propios datos y vivencias con las impresiones de este poeta que nos llegó de Torrox allá por los años cuarenta, para hacerse un linense de toda la vida.

Precisamente su amor por este pueblo mío, es lo que le hace a Pepe escarbar en su memoria, a garbillar entre los cometarios e historias que ha ido recogiendo, por aquí y por allá para, como recolector de frutos de su huerta y de pasiones humanas, presentarnos unos ramos de vida de entre una memoria recogida, asimilada hasta hacerlas suyas y ofrecerlas “a su manera”, como a él le gusta decir. Sin duda, a González Jurado le mueve el sentimiento del linense y del cariño por sus vecinos. Desde un personal tratamiento y su generosidad, ha recreado esta crónica sentimental de los linenses en sus patios. Y con cierto aire de romanticismo en el que su lenguaje es el principal protagonista.

José González Jurado es un poeta que escribe coplas, romances; letrista con un innato sentido del ritmo que se ve abocado, una necesidad vital, a transmitir todo cuanto pasa ante sus sentidos. Siempre con boca de fandango, con lengua de romance, casi nos habla con un deje y una queja que el lector podrá apreciar en su estructura, repito, personalísima, como un verdial que se ha hecho linense en los navazos zabaleños. El lector podrá recurrir a una voluntad de constatación o de asunción desde la óptica sincera del autor, un autor que siempre nos conducirá, guiados por su oralidad y desde una visión sencilla de la vida. De su vida y milagros en La Línea de la Concepción.

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